El cine y las series, al igual que antes los cuentos de hadas y las mitologías, nos narran historias que nos permiten comprender intuitivamente procesos psicológicos y realidades vitales muy complejas.

Las películas de terror, por ejemplo, sacan a la luz en metáforas nuestros mayores miedos psíquicos, y me gustaría ofrecer en este texto un ejemplo: Los niños fantasmas.

En estas historias, a menudo un adulto se traslada a vivir a una casa grande, bella y antigua. Ese adulto suele ser, por ejemplo, una escritora, o alguien que pasa mucho tiempo solo. Y un día comienza a oír ruidos en la buhardilla, un lugar lleno de viejos objetos olvidados. Al principio no le presta mucha atención, y cree que son animales o cualquier cosa similar. Pero los ruidos van adquiriendo fuerza hasta que, un poco asustada, la mujer se ve obligada a subir para comprobar lo que pasa. Y allí encuentra a una niña llorando o enfadada. Creyendo que es real, se queda desconcertada y empieza a hablar con ella. Hasta que se da cuenta de que es un fantasma y sale despavorida.

Pero su voluntad de entender lo que ha ocurrido le lleva al periódico del pueblo y, revisando viejas noticias, da con aquélla en la que se narra el sangriento destino de la pobre niña. A partir de aquí, la narración desarrolla el contacto con esa niña y los intentos piadosos de la mujer por hacerle entender que ése ya no es su tiempo, que está muerta y que necesita irse a un lugar espiritual donde descansar al fin.

A menudo nuestros sufrimientos infantiles o adolescentes se quedan en nuestro interior más profundo, el desván de nuestra bella, antigua y enorme casa. Estas heridas se mantienen presentes, tristes y llenas de ira; y salen e interrumpen nuestra vida de adultos para protestar por su amargo destino. También ellas son fantasmas del pasado que no saben que ya están muertas y deben dejar paso a la vida adulta. Nos sorprendemos poseídos por esos niños, y nos desconcierta nuestro comportamiento, pensando que realmente somos nosotros, cuando es nuestro niño fantasma que irrumpe. El proceso psicológico muchas veces tiene que ayudar al adulto a encarar a ese niño y, con piedad, firmeza y aceptación, hacerle saber que su tiempo ya no es éste, que debe descansar en paz, y dejar paso libre al presente.