La creación artística siempre ha tenido espacio para reflejar lo demoníaco. Desde Baal, hasta los diablos del infierno católico, pasando por los monstruos devora-hombres, o el Frankenstein de Mary Shelley, o los vampiros o, actualmente, los zombis. Todos ellos y muchos otros más, en diferentes facetas, representan los demonios internos de los individuos, de toda una cultura, y de la Humanidad en su conjunto.

Porque, como Shakespeare dijo en La tempestad, “El infierno está vacío, y todos los demonios están aquí”.  Están en la Tierra, y, más concretamente, dentro de nosotros.

Así, la representación artística tiene la cualidad de hacer lo interno, externo. A través de estas representaciones, nuestras peores pesadillas de cada día se ven reflejadas en seres terroríficos y, por tanto, sacadas de nuestro interior para que veamos bien su forma. Cada época tiene sus propios monstruos, y también cada cultura. Y estos seres terroríficos nos muestran gráficamente esos demonios que nos ha tocado vivir.

Es tan potente este proceso que, en el propio momento de experimentar la presencia de esos seres: al leer, al contemplar un cuadro, al ver una película o una serie, sentimos miedo. Los niños temen a estos monstruos y creen que existen en la realidad externa. Nosotros, los adultos, somos conscientes de que los monstruos no existen… Y sin embargo también sentimos temor. Quizás porque, en el fondo de nuestra psique, estas recreaciones conectan con nuestros propios demonios; los verdaderos. Los demonios externos son metáforas de nuestros temores; de nuestra percepción de vulnerabilidad como seres humanos; de nuestras propias acusaciones, juicios y obsesiones.

Lo curioso, además, es que nuestros demonios internos llevan tanto tiempo en nuestro interior, que creemos que somos nosotros mismos los que nos hablamos a través de esas voces, esas imágenes, esas sensaciones.

Estos seres, sin embargo, son elementos psíquicos con una gran independencia y con vida propia. Tienen sus ideas y opiniones, muy diferentes a las que tiene nuestro yo consciente. Pero estos elementos gritan más fuerte y acaparan nuestra atención. Se han ido formando a lo largo de nuestra vida, como conglomerados de experiencias, conflictos y reflejos de la época en la que vivimos.

Cuando necesitamos exorcizar estos demonios, la propia expresión creativa es esencial. A través de ella, los sacamos fuera de nosotros, les damos forma, nos permitimos ver cómo son realmente, qué dicen, qué nos hacen sentir, y cuánto nos boicotean. No hace falta ser un artista para poder identificar y señalar a nuestros demonios. Esto no va de perfeccionismo artístico sino de expresión y de sacar fuera lo que está dentro.

Y a medida que lo vamos sacando gracias a nuestros lápices de colores, nuestra escritura, nuestra masilla de moldear, nuestros cantos, o nuestros bailes, los demonios van perdiendo la fuerza de lo oculto, de lo que se cuela a través de las tareas de nuestro día a día. Si somos capaces de captarlos y quitarles su camuflaje, comenzamos a tener claro quién es nuestro enemigo, y qué trucos usa para embaucarnos. Y los demonios van haciéndose más y más pequeños. Realmente odian los lápices de colores.