En «La tormenta perfecta», esa gran película del 2000, se narran varias historias de heroísmo real ante un cataclismo imprevisible, una tormenta perfecta. Entre estas historias, destaca la de unos pobres marineros que, espoleados por la escasez de pesca, se ven forzados a meterse en la tormenta para intentar llevar a su puerto una gran captura.

Un momento fundamental de la película es cuando, tras haber atravesado parte de la tormenta, se encuentran por unos breves instantes en un lugar relativamente calmo del mar. Creen que ya han pasado lo peor; hasta que se dan cuenta de que están justamente en el ojo del huracán. En ese tipo de lugares, por un efecto meteorológico, reina la aparente calma. Saben entonces que lo peor está por venir, y que esa calma chicha, con algún rayo de sol incluido, es un efecto momentáneo que dará lugar de manera inminente a la peor parte del viaje.

Esta sensación de Día de la marmota en la que nos ha sumido el COVID-19 tiene ciertos parecidos a esa calma chicha que experimentan los marineros del barco Andrea Gail. Muchas de las personas con las que hablo diariamente, y también yo misma, tenemos esa sensación de que estamos en el centro de una gigantesca tormenta de la que no sabemos bien, ni su duración, ni su alcance.

Aquellos que no luchamos directamente en el frente sanitario contra el virus, o aquellos a los que, al menos aún, no nos ha alcanzado el desastre económico, vivimos una quietud aparente y surrealista, situada en ese centro de la tormenta, no fuera de ella.

Aquí, en el ojo de la tormenta, llueve, pero también hay días con sol, y nuestros Andrea Gails navegan en círculos, esperando que, cuando volvamos a atravesar las olas que nos acechan, éstas sean compasivas con nosotros.

Pero quizás habrá un momento en el que debamos plantearnos no depender sólo de la suerte o de la piedad de lo venidero, sino fortalecernos en aquello que nos ayude a atravesar esta tormenta perfecta. Como los marineros de la película, creo que tendremos que renunciar definitivamente a llevar nuestra pesca. Aceptar que debemos perder el peso necesario para poder tener fuerzas para atravesar lo que se avecina. Deberemos, tarde o temprano, y mejor temprano que tarde, soltar el peso que retiene nuestra energía creativa para atravesar la inmensa ola que se avecina.

Cada uno tendrá que hacer su propio inventario de lastres, y decidir cuáles acepta abandonar, en favor de la lucha por una nueva oportunidad de vida. Estas cargas pueden ser de índole diferente: antiguas maneras de trabajar; formas de mantener relaciones de pareja, o de familia, o de amistades que pesan lo indecible; formas de utilizar nuestro tiempo que saturan y nos conducen al vacío y, por supuesto, adicciones compensatorias que nos colocan en una situación de riesgo de salud que facilita el hundimiento.

Nuestros barcos deben soltar peso; pero también reforzar sus motores. El trabajo personal de introspección y autoconocimiento realizado durante años está dando ahora sus frutos en muchas personas. Este trabajo nos ayuda a enfrentar la Gran Ola con esperanza; con miedo, pero con aceptación, esperanza y confianza en nuestras fuerzas. Es una sujeción interna que nos permite mirar a la Gran Ola de frente. Tenemos un mástil interno que, al igual que sujetó a Ulises en su lucha contra el canto de las sirenas, puede ayudarnos a nosotros a mantener nuestro eje frente a las sacudidas venideras.

Éste es el momento de darle una oportunidad a la fuerza de nuestro interior para ayudarnos a llegar a nuestra Ítaca. Cambiados, cansados, pero vivos y más sabios.