Por un lado, los que salimos. Evitamos cruzar nuestra mirada con la del que pasa enfrente. Intentamos evadir la posibilidad del más mínimo reproche. La culpabilidad, esa vieja amiga, asoma y campa por sus respetos en estas vacías calles madrileñas. Calles contagiadas, yermas de ruidos, risas, discusiones y conversaciones telefónicas. Desearíamos salir encapuchados, como los adolescentes, para no mirar ni ser vistos. Una burbuja humana que se cruza con otras burbujas humanas. ¿Metro y medio de separación? ¿Salida justificada? ¿Guantes? ¿Mascarilla? Como un pasar revista al que no queremos someternos.
Por otro, los que observamos. Desde nuestro balcón, desde Facebook, desde la televisión. El tiempo se ha detenido; nuestros quehaceres están hibernando, y nosotros nos hemos hecho adictos a la vigilancia. La Vieja del Visillo ha invadido toda España; la España rural y la España urbana. Y escrutamos el estricto cumplimiento de la Normativa. Observamos con el gatillo de la acusación flojo. Señalamos con el dedo, con el pensamiento, o con la queja pública. Todo por librarnos de esta insoportable sensación de descontrol que la pandemia nos ha contagiado a todos.