Para muchos y muchas, este desconfinamiento ya anunciado es -y nunca mejor dicho- agua de mayo.

Es un enorme alivio para los niños pegados todo el día a sus tablets; para los padres que ya no saben cómo conciliar su trabajo con la atención constante de hijos a los que hay que entretener, educar, ayudar en el aluvión de tareas escolares, etc.; para las parejas muy mal avenidas que tienen ahora que pasar tanto tiempo juntos; para los que viven en habitaciones de 4×4 sin ventanas; para las personas que han sufrido duelos recientes y se les cae la ausencia del ser querido encima; para los que viven apartados de sus familias y no pueden estar con ellas; para los trabajadores online que ven cómo sus labores, lejos de disminuir, han aumentado de forma desorbitada…

Y quisiera detenerme un poco en esto, porque creo que es de relevancia tener en cuenta que las ventajas del teletrabajo son muchas, pero la exposición constante a pantallas genera agotamiento acumulativo. Por no hablar de que el sobretrabajo de empresas que tratan de evitar el hundimiento contrasta con la sobreactuación en otras compañías en las que el cierre o las pérdidas dramáticas no son una amenaza, pero sí lo es la pérdida de control de los empleados, o la angustia de la incertidumbre. Todo ello conlleva un aumento, en mi opinión, exagerado y absurdo de las reuniones virtuales y las tareas obsesivas. Y carga en exceso a una gente ya agotada por la propia pandemia.

Y todos estos damnificados por el encierro, entre otros muchos, contrastan con otra parte de la población que ha tenido la fortuna de encontrar en su casa un sitio de recogimiento, de introversión muchas veces añorada pero no tenida; de recuperación de la soledad, de la lectura, de la creación, del ejercicio físico y de la libertad para ser mucho menos sociales sin sentirse culpables.

Y aquí es donde viene el dilema para estas personas. ¿Cómo retornar a la normalidad externa sin verse inundados por la oleada de extraversión social que se avecina?

Porque somos seres de polaridades, y después de una polaridad de recogimiento interno, probablemente nos venga el otro movimiento del péndulo: las incesantes reuniones, las visitas, las fiestas, las salidas constantes al exterior; y con ello, los compromisos sociales queridos y “obligados”.

Estos días estoy oyendo también en algunas personas pertenecientes a este grupo de beneficiados por el encierro muchos miedos a la salida al exterior y a perder lo ganado este tiempo.

Así que, como siempre en psicología, la consciencia es lo primero: la consciencia de los riesgos que podemos correr en la salida, no sólo sanitarios, sino también psicológicos; y la preparación de lo que se nos viene encima con la socialización extrema. Habrá que practicar límites y, en algunos casos, no aceptar voluntariamente la libre salida, así como así.

Quiero decir con esto que, aunque las autoridades nos digan que ya tenemos derecho a salir al patio, igual también tenemos derecho, dentro de nuestras posibilidades, a decidir individualmente nuestra propia y personalísima velocidad de desconfinamiento; y derecho a hacerlo como personalísimamente nos convenga más, ¿no?